El Universo de Calder
Robert Hughes
“En mi obra, el sentido subyacente a la forma ha sido el sistema del Universo, o parte de él”. Al leer esta altisonante observación de Alexander Calder, el más internacionalmente celebrado de los escultores estadounidenses vivos, uno siente que crecen sus expectativas. ¡Abran paso a la perspectiva cósmica! De hecho, sus logros son más modestos y realistas. Los epiciclos copernicanos demuestran ser anillas de circo.

Los Calder fueron artistas durante cuatro generaciones: su tatarabuelo, un masón de Aberdeen, Escocia, colaboró con el esculpido del Albert Memorial en Londres antes de establecerse en Philadelphia en 1868 Y a sus 78 años, Alexander Calder pertenece a un tipo estadounidense: el genio que anda en el taller, primo de Henry Ford. Excepción hecha de los grandes encargos que le hicieron en los últimos veinte años, su escultura sigue siendo principalmente improvisación.

Resulta difícil evaluar qué apariencia tendrían en la década de 1920 y en la de 1930 las construcciones de Calder cuando la palabra escultura significaba ‘solidez’. Pero su ingenio perduró. Por supuesto, el principal aporte de Calder a los lenguajes de los ‘modernismos’ es el móvil. Fue el primero en hacer que la escultura se moviera: le gustaba “la idea de un objeto que flotara sin soportes”.

(Traducción al castellano y adaptación de Luciano Padilla López, a partir de fragmentos del artículo publicado por la revista estadounidense Time en su edición correspondiente al 25 de octubre de 1976).

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Los móviles de Calder
Jean-Paul Sartre
Si es cierto que la escultura debe labrar el movimiento en lo inmóvil, sería un error emparentar el arte de Calder con el del escultor. Él no sugiere el movimiento, lo capta; no se ocupa de sepultarlo para siempre en bronce o en oro, esos materiales gloriosos y estúpidos, destinados por naturaleza a la inmovilidad. Con materias inconsistentes e innobles, con pequeños huesos, aluminio o latón, él monta extrañas combinaciones de varillas y palmas, piedras, plumas, pétalos.
Son resonadores, trampas, cuelgan de una cuerda como una araña de su hilo, o bien se amontonan sobre un pedestal, opacos, doblados sobre sí mismos, falsamente dormidos; pasa una brisa errante, queda atrapada, los anima, ellos la encauzan y le dan una forma fugitiva: nació un Móvil.

Un Móvil: una pequeña fiesta local, un objeto definido por su movimiento y que no existe fuera de aquel, una flor que se marchita tan pronto como se aquieta, un puro juego de movimiento, así como los hay de pura luz. Algunas veces Calder se divierte imitando una forma nueva. Pero la mayor parte de las veces no imita nada, y no conozco arte menos mentiroso que el suyo. La escultura sugiere el movimiento, la pintura sugiere la profundidad o la luz. Calder no sugiere nada: atrapa auténticos movimientos vivos y los modela.
Sus móviles no significan nada, no remiten a nada más que a ellos mismos: son, y en eso consiste todo; son absolutos. Tienen demasiados mecanismos, y demasiado complicados, para que una cabeza humana aun la de su creador pueda prever todas sus combinaciones.
Para cada uno de ellos, Calder fija un destino general de movimiento, al cual después lo deja librado; los que decidirán cada danza en particular serán el momento, el sol, el calor, el viento. Así, el objeto queda siempre a medio camino entre el servilismo de la estatua y la independencia de los acontecimientos naturales; cada una de sus evoluciones es una inspiración del momento; uno discierne en ellas la melodía compuesta por su autor, pero el móvil teje sobre él mil variaciones, personales; es una pequeña melodía de hot jazz, única y efímera, como el cielo, como la mañana; si uno se la perdió, la perdió para siempre. Del mar, Valéry decía que elle est toujours recommencée (es recomenzado sin cesar).

Un objeto de Calder está a la par del mar, y como él es subyugante: recomenzado sin cesar, siempre nuevo. No es cuestión de echarle una mirada al pasar; hay que vivir frecuentándolo y fascinarse con él. Entonces, la imaginación goza con esas formas puras que van mudando, a la vez libres y reguladas.

Esos movimientos que sólo apuntan a gustar, a encantar nuestros ojos, tienen sin embargo un sentido profundo y, podría decirse, metafísico. Es que resulta indispensable que la movilidad llegue de alguna parte a los móviles. Tiempo atrás, Calder los alimentaba con un motor eléctrico; actualmente, los deja en medio de la naturaleza, en un jardín, cerca de una ventana abierta, los deja vibrar al viento como arpas eolias; se nutran del aire, respiran, toman prestada su vida de la vaga vida de la atmósfera.
También su movilidad es de un tipo muy peculiar. Aunque se trate de una obra humana, nunca tienen la precisión y la eficiencia de los gestos del autómata de Vaucanson. Pero justamente el encanto del autómata es que maneja el abanico o toca la guitarra como un hombre y que, no obstante, el desplazamiento de su mano tiene el implacable y ciego rigor de las traslaciones puramente mecánicas. Por el contrario, el móvil de Calder se ondula, vacila: uno diría que se equivoca y se corrige.
Esas vacilaciones, esos tanteos, esas torpezas, esas decisiones bruscas y, por sobre todo, esa maravillosa nobleza de cisne hacen de los móviles de Calder seres extraños, a medio camino entre le materia y la vida.

A veces sus desplazamientos parecen tener una meta, a veces parecen haber perdido su idea en plena marcha y errar en balanceos tontos. Esos móviles que ni están del todo vivos ni son del todo mecánicos, que desconciertan a cada instante y que sin embargo vuelven a su posición inicial parecen plantas acuáticas que devuelve la corriente, pétalos de sensitiva, patas de rana descerebrada.

En una palabra, si bien Calder no quiso imitar nada porque no quiso nada que no fuera crear escalas y acordes de movimientos desconocidos son a la vez invenciones líricas, combinaciones técnicas, casi matemáticas y símbolo visible de la Naturaleza, de esa gran vaga Naturaleza, que derrocha el polen y produce bruscamente el vuelo de mil mariposas y de la que uno nunca sabe si es el encadenamiento ciego de causas y efectos o el desarrollo tímido, continuamente retrasado, desordenado, obstaculizado, de una Idea.

(Selección y traducción de Luciano Padilla López, a partir de “Les mobiles de Calder”, texto de catálogo de una exposición de A. C., luego incluido en Situations, III; lendemains de guerre, París: Gallimard, 1982 (19491), pp. 307-311; hay eds. en castellano.)

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El Caldero y Calder
Silvia Lenardón y Guillermo Martínez
El Pingüinazo - Teatro de Objetos y Juguetes

Al pensar cómo influyó de Alexander Calder en nuestra obra pensamos en un encuentro, o en varios. En un primer momento, cuando decidimos armar una obra de títeres, de teatro de objetos, o una performance con objetos, no sabíamos muy bien de qué hablábamos. Tal vez todavía no lo sepamos hoy, pero sí sabemos que la esencia de nuestro trabajo está en lo lúdico.

Y si pensamos en el juego, pensamos en los niños. Al jugar somos niños. Jugamos en cualquier parte, pero nos sentimos más cómodos en el suelo. Con nuestro primer espectáculo, El Pingüinazo, decidimos usar como escenario una alfombra. Allí desplegamos nuestros objetos, que se parecen mucho a los juguetes. El suelo es el lugar más cómodo para jugar y cuando uno es un niño grande una alfombra resulta un espacio más cómodo aún.

Alexander Calder es un niño adulto, un niño con canas y camisa roja de franela. Vocifera al presentar a sus personajes en su pequeño circo, los hace hablar. Ruge como un león enfurecido, mientras su mujer, Louisa James, pone discos en un gramófono, acompañando a Alexander con la atmosfera que genera la música.
Ella no comparte el escenario: está a un costado de la escena, atenta, cómplice, aunque no protagonista. El protagonismo es de los objetos, juguetes, mecanismos en una fantástica ingeniería de lo artesanal. ¿Que pensarían su padre y su abuelo, escultores académicos que representaban en materiales ‘nobles’ como el bronce a distintas personalidades, próceres de aquel lejano Estados Unidos?

En 1926 el joven Calder parte hacia París, capital del arte, y empieza a participar en el ambiente vanguardista de aquella época. Años más tarde, traslada la magnificencia de lo escultórico heredado de su padre y abuelo, ambos de nombre Alexander al gran formato en sus estables, grandes figuras de hierro y acero emplazadas en el espacio urbano.
Pero nuestro Alexander Calder siempre sigue siendo un niño, y ése es su mayor mérito. Llena de color el espacio con formas indefinidas, a veces les pone nombre de animales y las pinta con colores estridentes. Casi siempre elige los colores primarios, el negro y el blanco. Compartimos, también, ese gusto con el buen viejo-niño Alexander.

Se dice que Alexander inventó los móviles y que Marcel Duchamp les puso ese nombre, una vez que visitó el taller de su colega. También se repite que Alexander es uno de los precursores del arte cinético. “Si todo funciona, un móvil es un trozo de poesía, que danza de pura alegría de vivir, y sorprende”.
La pregunta subyacente es sencilla y poderosa: ¿por qué el arte tiene que ser estático? El paso siguiente es proponer una escultura en movimiento.

Artistas amigos como Mondrian, Léger y Miró ejercieron una gran influencia sobre el pensamiento de Calder, pero pronto desarrolló sus propias ideas.

En el camino que seguimos con nuestro teatro de objetos fuimos encontrando o recuperando muchas influencias, siempre en busca de cosas nuevas, al menos para nosotros. Sin duda, Alexander Calder junto con Oskar Schlemmer y la escuela de la Bauhaus forman parte de un imaginario al que siempre volvemos.

También están Joaquín Torres García y artistas contemporáneos de diferentes lenguajes artísticos. Jugamos con la idea de que nuestra obra es un camino donde visitamos amigos de distintas épocas y jugamos con ellos. Pasamos por sus talleres, nos asomamos a su obra, dialogamos con ellos intentando sintetizar fantasías en clave de juego según nuestro propio ‘repertorio’ de sensaciones y vivencias.
Así, con la obra El Caldero Circo, que llegó a nuestra alfombra y a nuestros momentos de juego después de ese primer El Pingüinazo, más que hacer un homenaje nos proponemos jugar con Alexander.

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Calder y sus croquis
Horacio Tignanelli
Buenos Aires, Argentina

“En un paisaje nocturno, cualquier zona del cielo se configura no sólo con nuestra visión sino también con un pedacito de cielo de nuestra niñez”.
Con este espíritu llevamos adelante diversas propuestas de teatro de figura en que la ciencia en particular, la astronomía es el disparador central de la trama. Al optar por ese camino, a fines de siglo XX concebimos y llevamos adelante el espectáculo H.T. Croquis, estrenado en 1998 en Milán (Italia) y que hoy cuenta con más de 700 representaciones.

Esta propuesta surgió del estudio de las figuras electromecánicas y el escenario-máquina de G. Yakulov, para la ópera Victoria sobre el Sol, de Kruchenij y Matiuchin (1920/1923) y también de las construcciones abstractas del Mecano bailarín de Vilmos Huszár (1926).

Nuestra inspiración sumó otros puntos de partida: el Teatro Mecánico de Harry Kramer, como vio la luz en Trece escenas (1955) y Señales en la sombra (1955-1959); o las máquinas teatrales del escultor D. Pondruel, como las realizadas para El Cid (1980) y para Romeo y Julieta (1988).
Por último, muchos de los personajes que participan en H.T. Croquis fueron construidos con piezas del juego conocido popularmente como “el Mecano” (tal como los realizados en 1984 por Enrico Baj para protagonizar “Ubu Rey” de M. Shuster) y, también, coinciden con los arquetipos mecánicos utilizados por Tadeusz Kantor en La máquina del amor y de la muerte (1987).

Con todo, la estética central de H.T. Croquis lleva la impronta de las figuras etéreas y los seres mecánicos de Alexander Calder, en especial de su Circo (1929). Incluso la propia imagen de Calder se corporiza dramáticamente en el espectáculo, dado que el único personaje humano del espectáculo lleva un guardapolvo de taller, utiliza para manipular sus objetos herramientas mecánicas (pinzas, tenazas, etc.) y se exhibe con una máscara de soldador.

La obra de Calder, por sobre todo sus esculturas cinéticas, se vinculan estrechamente, a través de la plástica y la Mecánica, con los más sofisticados modelos de la ciencia; en otras palabras, su arte y la técnica permiten plasmar esos modelos como objetos concretos.

 

Precisamente ese vínculo es el que detonamos dramáticamente en H.T. Croquis, ya que su protagonista es un operario encargado de materializar las ideas del público sobre el mundo natural (en particular, del cielo y los astros). Entonces construimos en escena, como Calder con su Circo o los científicos en sus teorías y modelos, un croquis de la realidad, no la realidad misma. Esa visión a veces resulta muy próxima y otras no, pero siempre sorprendente, incompleta y profundamente humana. Así, logramos plantear un conflicto cognitivo que, a través de la acción en escena se convierte en un conflicto dramático.

La solución, siempre, es dar algunas pistas para que cada uno de los espectadores alcance a construir su propio croquis de la realidad (artístico, científico, místico, etc.) o se apropie de aquella representación que su historia personal y su cosmovisión le ofrecen. Ya desde el título (H.T. Croquis) se manifiesta ese sentido.
El autor está bosquejado como croquis (es apenas o inclusive sus iniciales), en analogía con aquel famoso circo mecánico llamado por su creador “El circo de Calder” (Cirque Calder), gentil invitación a que todos soñemos con construir uno propio.


Horacio Tignanelli en H.T. Croquis; foto de Mauro Foli

Otro punto de contacto que hallamos con este creador fue un tramo de su vida. Calder había sido estimulado desde chico por su madre pintora y su padre escultor a desarrollar una carrera creativa. Sin embargo, él escogió otra profesión: la ingeniería mecánica. Ya graduado y cerca de los 30 años su sensibilidad artística se impuso.

Según sus biógrafos, el disparador fue, durante una travesía en barco, la visión simultánea de la puesta del Sol y el levante de la Luna.

Para nuestra concepción del teatro de figura ha sido importante conocer la obra de Calder anterior a los móviles (el primero data de 1931) y eso sigue remitiéndonos a su Circo. En toda “representación” ocurre, necesariamente, que “algo” (real o ficticio) se vuelve a hacer presente (se re-presenta) de manera ostensible.

En su Circo, Calder evocó y e hizo presente lo que había percibido en el Ringling Brothers Circus, sumándole una dosis de fantasía, humor e intención a personajes y fenómenos que apenas eran un croquis de la realidad, representados por su arte. Buscamos emular sus pasos al basar sobre ese teatro de figura el nuestro.

Como un científico en su laboratorio, Calder experimentó en su Circo, creando nuevas fórmulas y técnicas. Por ejemplo, durante la época del Circo Calder desarrolló figuras de alambre como Josephine Baker, La negra y el retrato de E. Varèse, a la vez que seguía dibujando y creando escenas circenses. Así, el Circo fue también el croquis de su obra posterior, sencilla y literalmente monumental.

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O Calder que o Sobrevento levou ao palco
Luiz André Cherubini
Diretor do Grupo Sobrevento
Nosso encontro com Alexander Calder não foi exatamente uma surpresa para nós. Havia muito que já conhecíamos e admirávamos, por livros e vídeo, o seu trabalho com o Cirquinho. Quando decidimos montar um espetáculo para crianças, buscando uma relação mais próxima com elas, decidimos evitar técnicas de Teatro de Bonecos que demandassem algum virtuosismo que supúnhamos que criaria um distanciamento indesejável.
E foi em Barcelona, no centenário de seu nascimento, onde pudemos assistir a uma belíssima exposição de suas obras na Fundação Miró, que se deu o cruzamento entre nossas buscas e a obra de Calder.

Partimos, como não poderia deixar de ser, de seus bonecos. Nosso fascínio pela simplicidade e pelo caráter artesanal de seu pensamento e prática (mesmo nas esculturas ditas “industriais”) fez, porém, com que nosso interesse se estendesse a todos os aspectos de sua produção plástica.

Não queríamos reproduzir realizações suas e associamo-nos a dois cenógrafos - Mônica Papescu e Mário Cavalheiro - em um Projeto que chamamos de “Para Entender Alexander Calder”.
Criamos, então, um grupo de estudos que tinha por objetivo entender os procedimentos técnicos e criativos que Calder empregava.

Reproduzimos obras de cada uma das fases pelas quais o artista passou, até chegar a nos apropriar de seu estilo, a ponto de criar obras “que bem poderiam ser de Calder”.

Só depois de ter cerca de 40 móbiles, 20 estábiles, 40 bonecos, 30 pinturas e mais tantos trabalhos inspirados em diferentes fases, foi que dissemos aos cenógrafos que este grupo de estudos serviria para a criação do cenário do novo espetáculo do Sobrevento. Naquele momento, tudo já nos parecia bem simples, tão imersos que estávamos no universo do artista.

Depois de mais de quatro meses de pesquisas foi questão de dias a criação, o aperfeiçoamento e a confecção do cenário de O Anjo e a Princesa, um espetáculo criado em 1999 e que mantém uma carreira de mais de 500 apresentações, tendo se apresentado em dezenas de cidades do Brasil, Espanha, Chile, Colômbia e Angola.

Um espetáculo que fascina as crianças por sua plástica, ao mesmo tempo em que as atrai, a ponto de que, em todas as apresentações, não há criança que não queira subir ao palco para brincar com os bonecos e elementos cenográficos da peça, tal qual a atriz havia feito pouco antes.
Também porque se sentem capazes de fazer o mesmo que a atriz fazia, de brincar do mesmo modo que ela brincara. E não há como, nem porque impedi-las de brincar.
Também Calder dizia que ninguém entendia melhor as suas obras do que as crianças.

 

El Calder que Sobrevento llevó al escenario
Luiz André Cherubini
Director del Grupo Sobrevento
Nuestro encuentro con la obra de Alexander Calder no fue exactamente una sorpresa para nosotros. Ya conocíamos desde mucho tiempo atrás, gracias a libros y videos, su trabajo con el Pequeño Circo, y lo admirábamos. Cuando decidimos montar un espectáculo para niños, buscando una relación más cercana con ellos, decidimos también evitar técnicas de teatro de títeres que requirieran algún virtuosismo que, según suponíamos, crearía un distanciamiento poco deseable.
En ese momento se cumplían cien años del nacimiento de Calder y pudimos ver en Barcelona una bellísima exposición de sus obras en la Fundación Miró: allí se conjugaron nuestra búsqueda y la obra calderiana.

No podía ser de otro modo: tomamos como punto de partida sus títeres. Sin embargo, nuestra fascinación por la sencillez y por el carácter artesanal de su pensamiento y práctica incluso en las esculturas llamadas “industriales” hizo que nuestro interés se extendiera a todos los aspectos de su producción plástica.

Nuestra intención no era reproducir creaciones suyas. Así, nos asociamos con dos escenógrafos Mônica Papescu y Mário Cavalheiro en un proyecto que llamamos “Para entender a Alexander Calder”. Creamos un grupo de estudio que tenía el objetivo de comprender los procedimientos técnicos y creativos que utilizaba Calder.

Recreamos obras de cada una de las etapas por las que pasó el artista, hasta llegar a apropiarnos de su estilo, tanto como para crear obras que “bien podrían ser de Calder”.

Recién después de tener cerca de cuarenta móviles, veinte estables, cuarenta títeres, treinta pinturas y muchos otros trabajos inspirados en esas distintas etapas les dijimos a los escenógrafos que ese grupo de estudio serviría para crear la escenoplástica del nuevo espectáculo de Sobrevento. En ese momento, ya todo nos parecía sencillo, de tan inmersos que estábamos en el universo del artista.

Después de más de cuatro meses de investigación, fue cuestión de días bocetar, poner a punto y realizar la escenoplástica de O Anjo e a Princesa (El Ángel y la Princesa), espectáculo creado en 1999 y que mantiene una trayectoria de más de 500 funciones: ya se presentó en decenas de ciudades de Brasil, España, Chile, Colombia y Angola.

Es un espectáculo que fascina a los niños por su aspecto plástico, al mismo tiempo que las atrae. En todas las funciones no hay chico que no quiera subir al escenario para jugar con los títeres y elementos ecscenográficos de la obra, tal como la actriz hacía poco antes que ellos.
Eso también sucede porque se sienten capaces de hacer lo mismo que hacía la actriz, de jugar del mismo modo en que ella jugaba.
Y el propio Calder dijo creer que nadie entendía mejor sus obras que los niños.

(Traducción al castellano de Luciano Padilla López, con supervisión del Grupo Sobrevento)

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